viernes, 21 de agosto de 2020

GREORIO, CORAZÓN ARLEQUINADO

Gregorio, corazón del CD.Ebro
Gregorio, corazón del CD.Ebro

Gregorio era un tipo especial. La vida arrojó sobre sus hombros la pesada carga de ser diferente. No se lo puso fácil pero le propuso sustituir sus limitaciones intelectuales por un corazón en el que cupiera todo. Él le puso el traje de arlequín, pintó sus cuadros de azul y blanco y tras aquellos cuatro muros que protegían la bien cuidada tierra de aquel terreno de juego, se lo ofreció a todo el que por allí pasaba. Rival o amigo. Alevín o Juvenil. Curtido ya por aquellos lares o recién aterrizado por los dominios del zaragozano barrio de La Almozara. Gregorio animaba a su C.D. Ebro desde aquel espacio en el que se había hecho fuerte y en el que siempre lo podías encontrar. Entre la tribuna principal y el bar en el que acaloradas conversaciones diseccionaban un gol del Buitre o el último pase imposible de Laudrup. No muy lejos de aquel banderín desde el que los saques de esquina botados viajaban buscando su destino oliendo a cerveza, cigarrillo y medio gol. Fuera entrenamiento o partido desde allí te recibía o te despedía. Hiciera frío o calor. Empapando tu cara con aquellos besos tan generosos que nos regalaba. Conocía a todos lo que por allí pasaban y todos le conocían a él. Generando la sensación de que sabía cuándo y dónde jugaba cualquiera de los equipos del club. Era su pasión. Yo desconocía su vida fuera de “El Carmen” pero apostaba a qué cada vez que enfilaba la calle Sierra de Vícor y traspasaba aquella puerta de chapa azul dejaba a un lado su otra vida y se convertía en la persona más feliz de la Tierra. Allí dentro todos le regalaban un gesto amable y tratándole igual a los demás le hacían sentir el más importante de todos. Hacía aquello tan suyo que no ocupaba ningún cargo pero parecía tener varios a la vez. Utillero, delegado...Quizás en aquella inescrutable cabeza también el portentoso delantero centro que remontaba partidos en el tiempo añadido. Era inevitable no sonreír cuando desde lo lejos lo veías golpeando con brío los dedos sobre sus piernas soñando ser el batería de Los Relámpagos. Un tipo especial.

Desconozco cuando ese corazón de arlequín tuvo su última función. No se cuándo los niños dejaron de recibir aquellos interminables y sinceros besos ni cuando el esforzado músico ofreció su último concierto. Solo sé que un día, sobre uno de los muros de “El Carmen”, junto a la antigua puerta de chapa azul, descubrí un enorme grafiti que perfilaba su cara sobre el texto In Memoriam. Cuando Gregorio marchó el barrio supo dar su pequeño homenaje inmortalizando en sus paredes a quién con tanto orgullo llevó el nombre del equipo de sus amores. Todo ha cambiado desde entonces. Las cicatrices de aquella tierra son ahora los quemazos del tupido verde artificial. Los niños perfectamente uniformados se desafían con peinados imposibles y dejan en un vago recuerdo la inverosímil mezcla de colores de los chandals de tergal de otra época. Ronaldo y Messi son actualmente los protagonistas de unas charlas que mueren engullidas por la misma cerveza y el mismo humo desde un bar que en estos tiempos enseña orgulloso en sus vitrinas las conquistas de los equipos del club. Varias arrugas y miles de canas se dibujan ahora en muchos de los que allí se refugian y que por aquél lejano tiempo ya se dejaban ver por allí. Todo ha cambiado mucho. Tanto que el primer equipo, buque insignia de la entidad y siempre espejo de su cantera, se despega del barrio que lo vio nacer y hacerse inexpugnable. Empujado por los vientos de un ambicioso proyecto ha desplegado velas y ha zarpado río arriba para atracar en otro puerto y desde allí conquistarlos a todos. Ese espejo en el que la chavalería de La Almozara se miraba ilusionada por llegar a ser algún día, devuelve tras los nítidos colores y la reconocible silueta de su escudo, un reflejo algo distorsionado a lo que siempre había ofrecido

El Club Deportivo Ebro sigue enarbolando una de las principales banderas del fútbol formativo zaragozano siendo uno de los emblemas visibles y orgullosos del humilde barrio de La Almozara. Con gente que dedica muchas horas de su tiempo para que todo marche bien. Como Gregorio hizo gran parte de su vida. Si pudiera abandonar por un momento ese grafiti que lo hizo inmortal y echara un vistazo a todo aquello, quizá desde aquél singular mundo que almacenaba en su cabeza no entendería muchas cosas. A su puzzle de piezas azules y blancas le faltaría la de sus chicos más mayores que ahora, lejos de allí, bañan en bronce lo que no hace mucho era bronca y barro. Mientras intentara entender el porqué, él seguiría en su hogar, en El Carmen, animando a todos aquellos chavales del futbol base. Incluso si madrugara, casi cuando el sol todavía no ha salido, alentando a los veteranos que una vez fueron esos niños y que ahora con siluetas de formas más redondeadas y la misma ilusión de entonces siguen disfrutando del fútbol en la que siempre han sentido como su casa. Seguro que a esas horas el incansable Gregorio ya llevaría un tiempo por allí impaciente esperando a que empiece a rodar el balón. Tocando su batería. Regalando abrazos. Sintiéndose especial. Y pintando su orgulloso corazón arlequinado con sus dos únicos colores. El azul y el blanco de su Ebro.


sábado, 9 de mayo de 2020

SERGI, EL ALMA DE AQUELLA RECOPA





París, 10 de Mayo de 1995. Sergi López no pierde la sonrisa aún de sobras sabedor a esas alturas de la tarde que un puesto en aquél once por delante de Andoni y a espaldas de Aragón pertenece a la utopía de sus sueños. Esos días por su cabeza Ian Wright no se ha marchado ni una sola vez y ha visto volver a Tony Adams varias veces de vacío a sus dominios después de su duelo en las alturas con aquél gigante inglés tras un nuevo córner en contra. Pero la realidad era otra y asomarse por aquél equipo titular acompañado de las molestias de una interminable lesión era una misión titánica aún para un hombre de la clase del central de Granollers. En aquella mitad de los noventa Zaragoza ya recitaba cual sagrado rito litúrgico los nombres de sus héroes contemporáneos. La mayoría forjados desde el vértigo de vivir asomado al precipicio de la Segunda, sufrir la blanca y alargada figura de Urío o besar la gloria desde el punto de cal una noche por Madrid. Al grito de Cedrún en la portería y con la pausa y el aliento justo para separar entre líneas, le seguían inequívocamente y a toda velocidad una cascada de nombres que morían en el once de Higuera. Era un fútbol de botas negras y tatuajes de tacos marcados en la piel como mordiscos, tan cercano y a la vez lejano en el tiempo donde el aficionado reconocía al dos como centinela del flanco derecho, al ocho como experto llegador y al nueve como un finalizador implacable. Al cuatro le seguía el cinco y no el diecinueve, al siete el ocho y así sucesivamente. Cosas de la “locura” de aquél lógico orden de los números que por entonces regía en el fútbol. Aquellas líneas defensivas de entonces parecían vivir allí, delante de su portero, atravesadas por el mismo hierro que las fijaba eternamente a los costados de los pequeños estadios de madera en aquellos partidos de bar, bola de acero y 25 pesetas. Inamovibles. Sergi tenía a dos mariscales por compañeros en el Real Zaragoza que le cerraban el paso y que aquella noche tenían como objetivo común gobernar el cielo de París. Uno llegó para hacer la mili y cambió el cetme por el honor de vestir 473 oportunidades de azul y blanco. Su compañero en la zaga aterrizó desde la Argentina y encajó como un guante en un equipo al que el espejo del éxito le devolvía un exuberante reflejo de campeón. Xavi Aguado y Fernando Cáceres. Casi nada

Las 20:15 se acercan inexorablemente. Sergi afloja el nudo de aquella corbata a rayas que la proximidad del momento parecía apretar más de lo normal. Sí, combina de lujo con el traje azul oscuro que Alejandro ha preparado para aquella importante cita, pero las mejores galas para esa noche todavía descansan en un baúl cuidadosamente dobladas por el esforzado Gregorio, con un león rampante cosido a la altura del corazón. Elástica blanca y calzón azul. El Parque de los Príncipes busca su rey. El Arsenal, viaja con su conquista de un año atrás con la intención de airearla por tierras francesas y regresar a las islas para volver a entregarla en Highbury. El Real Zaragoza pretende abandonar la nostalgia y dejar en un suspiro el recuerdo de las tres décadas del triunfo Magnífico en la Copa de las ciudades en Feria, última conquista maña por tierras de la vieja Europa. Desde las entrañas de aquél Estadio Víctor Fernández se dispone a poner nombre y apellidos a los elegidos para la gloria. Y el bueno de Sergi, conocedor de que su ubicación no estará sobre el verde o ni tan siquiera en el banquillo esperando una oportunidad, aguarda impaciente. Víctor concluye y Sergi confirma sus predicciones. Pero como su particular pasión por el fútbol y su inabarcable optimismo no acaban vestidos de corto, tiene un plan. En momentos como aquél en los que el futbolista se abandona a sus egos cuando sabe que no será protagonista él se pondrá a remar con todos aquellos que habían ido hasta allí para conseguir el objetivo común. Entiende que los futbolistas son los actores principales de ese espectáculo pero que el corazón de este deporte pertenece a los aficionados y sabe que allí fuera 17000 aragoneses están empezando a ocupar los asientos del fondo Boulogne para dejarse la vida durante las dos próximas horas. Y lo tiene decidido. Si no puede ayudar desde abajo lo hará entre ellos. Que nadie le espere en ninguna zona reservada para jugadores no convocados. No necesita de atenciones ni agasajos. Él esa noche la quiere vivir entre el aragonés de los 1000 kilómetros a las espaldas, con el de la garganta rota y la cara pintada de azul y blanco, con el de Andorra, Daroca o la locura de los Ligallo. Arenga a sus compañeros y abandona aquél vestuario. Sortea varias líneas de seguridad y megáfono en mano se instala en el fondo que aquella Armada Invencible ha preparado para hundir las naves del pérfido inglés sobre aguas francesas. Todo lo que aconteció a partir de ese momento se transmite ahora de padres a hijos como algo simplemente irrepetible dentro de la sagrada historia del Real Zaragoza. Una batalla cuerpo a cuerpo a 120 minutos. Nayim y la parábola de todos los tiempos sacada del libro de los golpeos imposibles al que solo los elegidos tienen acceso. No quedaba tiempo para nada más. Los penaltis esperaban. El inglés del bigote desplomándose impotente dentro de aquella portería. Las inconsolables lágrimas de Gustavo. La soledad de Cáceres frente a aquellos 17000 ofreciendo la Recopa colgado desde lo alto de aquel larguero. Y la estampa de ese futbolista en la grada, megáfono en mano, con alma de barra brava, apasionado de la vida y enamorado del fútbol en toda su extensión animando a sus propios compañeros

Hoy aquella gesta que nos hizo grandes de Europa cumple veinticinco años. Desde las cavernas de la división de plata el club ha visto como el fútbol ha cambiado de velocidad y le ha pillado con el paso cambiado, reconstruyendo la casa en ruinas que una infame gestión dejó como herencia. Rehaciendo los cimientos cada verano para ver si ese año toca. Si algo ha quedado claro en todo este tiempo es que la masa social del Real Zaragoza es su principal y más importante activo. Y que la unión del vestuario con la grada es una de las llaves del éxito. Aquella noche en París, Sergi lo tenía claro. Cuando afición y equipo van de la mano son imparables. Y él sólo entendía el fútbol desde esa identificación. Justo el año que la Recopa de París cumple un cuarto de siglo y aunque la situación dista mucho de ser la misma, el Real Zaragoza camina lanzado hacia la Primera División y la comunión entre equipo y grada guarda estrechas similitudes con la que Sergi demostró aquella noche en París. El pesimismo se ha echado a un lado y tanto la gente de la casa como los que como Sergi han venido de fuera, están plenamente identificados con la ciudad y su afición. El destino ha querido que varios integrantes de aquél equipo de leyenda formen parte del actual club. Belsué sigue gobernando su banda derecha ahora varios metros hacia afuera y con un brazalete de Delegado atado a su brazo. Loreto, entonces a la sombra de Esnaider es ahora el fiel escudero de Víctor Fernández, el mismo capitán de barco que nos hizo campeones. Ese que hace muy poco, cuando todo se teñía de negro, dejó su reputación en un cajón y se tiró de cabeza a una piscina con cuatro dedos de agua en la que se ahogaba el equipo de su vida. Hastiado por las lesiones, Sergi abandonó el fútbol un año después de aquél éxito en París. Vivió varios años en Argentina y dicen que se dejaba ver a menudo detrás de alguna portería bancando a algún equipo local de la zona. Nos dejó muy joven, con apenas 39 años, cuando el tren de la vida se lo llevó por delante en Noviembre de 2006 en su Granollers natal. Ahora estaría orgulloso de ver cómo funcionan las cosas. Si siguiera entre nosotros seguro que se pasaría de vez en cuando por la vieja Romareda y sería el alma de la joven grada de animación. Sin camiseta, enarbolando una enorme bandera zaragocista o arengando a las masas con su viejo megáfono hasta el ascenso final. En ese fondo donde muchos ni habían nacido cuando todo un campeón de la Recopa entendió que su sitio en aquella final del 95 estaba entre la gente que se cae y se levanta con su equipo. La que sin su presencia nada de eso podría suceder y lo vive con apasionada desmesura. Sin esa pasión, Sergi jamás encontró otra forma de dar sentido al fútbol y a su propia vida

lunes, 11 de junio de 2018

VACÍO

Foto: Angel de Castro
Yo pensaba que el fútbol ya me lo había hecho sentir todo. Que las cicatrices ya eran las que eran y solo servían para recordarles a los más pequeños la huella que esta locura un día a ellos también les dejara. Que alegría, decepción, euforia o tristeza ya habían sellado mi piel, como esos balonazos del Mikasa en las frías mañanas de partido en los ochenta. Pero me equivocaba. No recuerdo haber pasado tanto miedo como el pasado sábado en La Romareda. Ese miedo que esconde bofetada o gloria y juega contigo con sonrisa macabra. No recuerdo haber gritado un gol como el del empate del otro día. Una locura de abrazo con un señor de barba y boina negra al que era la primera vez que veía. No recuerdo haber cerrado un paraguas con tanta violencia y preferir que un manto de lluvia nos envolviera. Las páginas de la épica la escriben héroes de camiseta empapada y agua escurriendo por su cara. Tantas ocasiones perdidas... Y al final lo que jamás recuerdo haber sentido en un estadio de fútbol. Vacío. Cuando ya no queda nada. Vacío y mucho dolor. Mirada perdida al suelo. Esperando por vez primera allí un hombro amigo. Se que no aparecerá, que eso me lo debo comer sólo. Pero es cuando giro mi cabeza a la izquierda y veo al pequeño Adrián roto. Sentado en su silla, mojado por la lluvia y por un mar de lágrimas que le caen a chorros. Y entiendo que ese no es momento para mí, que en mi peor día en ese campo, él me necesita. Me trago lo mío, lo abrazo y lo beso. Pienso en clásicos como “el fútbol es así” o “unas veces se gana y otras se pierde” pero prefiero la compañía del silencio. Sí que alcanzo a susurrarle al oído a modo de pregunta que en Septiembre volvemos a intentarlo. Su cabeza me responde que por supuesto. Estoy seguro que pasará el tiempo y esa imagen permanecerá conmigo para siempre


Miedo, locura, dolor. Sube y baja de experiencias resumidas en esa sensación de vacío inmenso que te deja un objetivo al que ves de nuevo alejarse. Pensaba que el fútbol ya me lo había hecho sentir todo. El pasado sábado en la Romareda me guardaba un vacío que no conocía. Lo que para mí es una sensación nueva para Adrián supuso su primera gran cicatriz. De esas que un día mostrará orgulloso. Quizá demasiado pronto pero espero que la primera de muchas. Señal de que ese deporte que ama como lo hace su tío le ha hecho sentir experiencias únicas y maravillosas que son la propia vida. Como tener ganas de romper a llorar y no poder porque tienes que curar la primera cicatriz de tu sobrino roto por su Real Zaragoza  

sábado, 9 de junio de 2018

RUBEN: ORGULLO, NOBLEZA Y VALOR



Dos años ya, sí. Dos años ya de aquella que ya descansa en los libros como la derrota más sonrojante en la brillante historia del Real Zaragoza. Sentado en mi coche, y a pesar de haber sido consciente de cada golpe recibido, necesité escucharlo varias veces para asimilar que el ya descendido Llagostera le había hecho media docena al Real Zaragoza para cercenar de un plumazo toda posibilidad de jugar un Playoff de ascenso que ya tocaba con sus manos dos horas antes. Mi “hermano” Rubén había viajado hasta Palamós para dar el último empujón a esa más que probable clasificación. Después del desastre y tal y como se había quedado la noche, la primera persona de la que me acordé fue de él y en cómo tenía que sentirse en aquellos momentos. Le envié un mensaje de ánimo que al día siguiente me devolvió escrito con los caracteres de un espíritu irreductible como el suyo:
-Gracias por tu apoyo hermano, ya llueve menos, ya queda un día menos para volver a Primera!!-
Y todo eso con el cadáver encima de la mesa, todavía fresco y con 6 puñaladas en el corazón…

Rubén pertenece a la vieja estirpe del zaragocismo de sangre y cuna. Al selecto grupo de guardianes de las llaves de la guarida del león. Trovador de éxitos en tiempo de gloria y Templario en la reciente cruzada por la Reconquista de una identidad perdida. Apasionado en ocasiones hasta lo irracional, transparente y noble, su carácter tranquilo esconde un “bicho” incontrolable que nos presenta en momentos de emoción máxima. Cuando el pulso desacelera y todo es más normal lo mira deseando no haberlo conocido jamás. Desatado en la victoria, desolado en la derrota, el mejor de sus días siempre dibujará once nubes blancas sobre un cielo azul. Capaz de arrastrar para la causa a la mujer que más quiere después de su madre, tras conocer que el único penalti del que ella había oído hablar se lo servían frío y con la espuma justa. Cambiaría una victoria en el último minuto por 50 nuevos zaragocistas de cuna y biberón preparados para recibir el legado eterno del equipo de una ciudad que nunca se rinde. No puede haber una imagen más llena de magia en su retina que su pequeño Pablo envuelto en la bandera azul y blanca del león. Melómano como pocos, amante del cuarteto de Liverpool y del fútbol con bigote y medias bajas en su once de siempre Arconada saca en largo, LeTissier la acaricia y Ruben Sosa la mete para adentro. Los otros ocho poco importa ya quiénes sean. Sólo esa manera casi sagrada que ambos compartimos de entender este deporte nos ha trasladado a interminables y maravillosas conversaciones en torno a lo humano y lo divino del mundo del fútbol. El ser coetáneos hizo que los árboles de nuestras vidas crecieran prácticamente en paralelo y aunque mi tronco se desviara del camino y tiñera algunas de sus ramas con la savia de otros colores mis raíces crecieron fuertes junto a las suyas, bajo el sagrado césped de La Romareda. Bajo un penalti de Señor, un vuelo de Cedrún o una galopada de Belsué. Se enorgullece cuando se lo recuerdo, conoce mis valores y siempre me aceptó a pesar de mis innumerables taras.

Estos días por Zaragoza se respira un evidente sentimiento de euforia. Difícil de medir pero visible en los ojos de los niños y las sonrisas de los adultos. La ciudad empuja a un club dormido que ve cómo el fútbol circula a una velocidad que la pesada losa de una antigua y pésima gestión le impide igualar. Después de mucho tiempo parece que todos vamos a una y que ha llegado el momento. En días como estos y como me pasó hace dos años pero a la inversa vuelvo a pensar en mi “hermano” Rubén e intento imaginar, sin acercarme apenas, cómo se puede sentir. Prudente y confiado. Nervioso y emocionado. Una bomba de relojería que para bien o para mal estallará en unos días y arrasará a su paso con todo lo que encuentre. Es lo que tiene amar el fútbol y a su Real Zaragoza sin condiciones. Nadie conoce el desenlace, pero si finalmente las nubes negras vuelven a teñir el cielo de nuestra ciudad el golpe puede ser importante y hay que estar preparados. Si la decepción vuelve a llamar a nuestra puerta habrá que levantarse, abrirla, coger el escudo y la espada y volver a intentarlo. De lo que no tengo ninguna duda es que si eso llega a suceder la temporada que viene, un frío lunes de Enero contra el Rayo Majadahonda entre 8000 valientes podré encontrar a mi “hermano” en su asiento de la vieja Romareda. Sin reblar, sacando al “bicho” las veces que haga falta, pintando cielos de azul y blanco y descontando los días que le quedan para volver a ser de primera.

martes, 1 de mayo de 2018

BANDERA Y ORGULLO


Para esta 17/18 el pequeño Adrián y yo hemos cambiado nuestra ubicación dentro del Municipal. Atrás quedarán varios años parapetados en la fila más alta de la Tribuna Cubierta a los pies de unas cabinas radiofónicas que con su sobria estructura ejercían de imponentes guardaespaldas. Nos llevaremos para siempre en el recuerdo la voz del inconfundible Jesús Zamora. Entrando en directo para la COPE y desde la soledad de esas cuatro paredes darnos el minuto y resultado o dejarse la vida narrando un gol in extremis de su Real Zaragoza. La silueta de Lalo Arantegui confundido entre gorros, bufandas, bocadillos y montañas de cáscaras de pipas. Ejerciendo entonces de capitán general de nuestros vecinos azulgranas de más arriba, apuntando en su libreta decenas de nombres y trazando  líneas imposibles de descifrar. Allí quedaban asentadas las bases para la emboscada perfecta en su próximo duelo frente a los maños. El actual abono nos ha llevado a mi sobrino y al que os escribe al Fondo Sur. Y aunque nuestros nuevos asientos están situados detrás de la portería, hemos localizado un poco más arriba un par de sillas libres en uno de esos coquetos palcos que hacen ver el partido como si desde la terraza de tu casa se tratase. Éste en concreto perpendicular a la línea de cal sobre la que se ejercitan los suplentes de ambos equipos. El cargante humo del puro de un señor a nuestra derecha, dos niños que descuelgan varias banderas y bufandas por el balcón contiguo a la izquierda y otro aficionado que absurdamente susurra gol en cada acción mínimamente peligrosa a nuestra espalda son los vecinos que nos acompañan cada quince días. Pero una cosa llamó nuestra atención desde los primeros partidos en esa nueva ubicación. A falta de unos cinco minutos para dar comienzo cada encuentro en La Romareda, un niño de no más de 13 o 14 años entra sólo por una de las bocas de acceso de Tribuna Preferencia. Es la zona limítrofe al córner de Gol Sur donde los más pequeños se arremolinan para ver calentar a sus ídolos y quién sabe si llevarse cómo valioso trofeo un peto sudado o la sonrisa cómplice de un suplente cabreado por dentro por un nuevo encuentro sin volver a jugar. El niño porta una gran bandera del Real Zaragoza encajada a la perfección en un tubo de PVC flexible que ejerce de mástil. Desciende varios escalones y con su bandera se sitúa como un galeón perdido entre el imaginario océano de plástico azul de las decenas de asientos vacíos que le rodean. Saltan al césped los protagonistas. El público aplaude y él en un acto casi litúrgico se levanta, pone un pie sobre uno de los asientos y se gira con decisión hacia el sector reservado para la hinchada visitante que queda en la grada superior y que ya recibe con entusiasmo a los suyos. Y es entonces cuando agarra con firmeza su bandera y la ondea fuerte al viento sin apartar la mirada un solo momento de aquellos que esa tarde han osado venir de lejos para discutirle los tres puntos a su Real Zaragoza. Pueden ser media docena desde Lorca, la ruidosa mareona gijonesa o el complicado y bravucón osasunista. El crecido vecino aragonés o la cara B  de algún clásico rival de nuestra añorada Primera División. En cada impetuoso y enérgico vaivén de aquél pedazo de tela el recuerdo para todos ellos de que a pesar de los tiempos de sombras y hastío vividos por el club en los suburbios de la división de plata, hoy visitan la casa de un pedazo de la historia del fútbol español. Y siente la necesidad de enseñarlo, de demostrarlo. En cada orgulloso volteo de aquella bandera el sentimiento de pertenencia a una entidad que busca de nuevo el respeto que un día se gano por España y por media Europa. Con una gestión entonces modélica y ejemplar alejada ahora por los buitres que en la última década han acechado a un león herido y desfigurado que lanzaba zarpazos desesperados desde un rincón. Colándose en suelo patrio por aquellos años en las fiestas de los más grandes, bailando con la más guapa y levantándoles la Copa de la que confiados ya bebían a morros. Tirando por Europa de grandeza en la victoria. Haciendo a la Roma de Boniek y Ancelotti pequeña y vulnerable bajo la alargada silueta del gigante Cedrún en unos penaltis para toda la vida. Escribiendo con la letra de la épica en la derrota. La piscina de La Romareda el día del diluvio universal. Aquél gol de Ruben Sosa para soñar mojados. El espectacular Ajax de Cruyff y Van Basten para despertar en seco. Y París…siempre París. Fundiendo nuestra garganta con la de Sergi y su megáfono y todavía colgados con el Negro de aquél travesaño con un sueño llamado Recopa agarrado en su mano. Historias, momentos, y sensaciones transmitidas de abuelos a padres y de padres a hijos. Emociones que ese niño no ha vivido y que como yo hago con Adrián a buen seguro le habrán contado los más mayores con el corazón envuelto en un puño y el brillo en los ojos. Cada quince días, el icónico gesto de aquél irreductible muchacho con la cabeza alta y el orgullo por bandera ejerce de eslabón entre una generación, la suya, que sólo ha conocido a su equipo entre dudas, proyectos de salvación y frustración y un tiempo pasado excitante y lleno de grandes historias para el recuerdo que muchos tuvimos la fortuna de poder vivir.

Sólo deseo que el año que viene sea en Primera. Aunque el humo de aquél puro se nos vuelva a meter hasta las entrañas deseo volver a conquistar aquellas dos sillas de ese palco y desde allí observar cómo nuevos inquilinos desembarcan en esa zona de Tribuna Preferencia y convierten la soledad del actual océano de plástico azul en el que navega ese chico en un mar de banderas del Real Zaragoza. Desde la lejanía de ese Fondo Sur sueño con que me llegue un hilo de la voz de Jesús Zamora rasgando su garganta en un gol que valga una clasificación para Europa y ver a Lalo celebrándolo con su gente en el césped. Será entonces cuando el niño cogerá su bandera, la ondeará como nunca mirando orgulloso a todo el Estadio y enterrará para siempre la oscuridad de un tiempo para olvidar. Y así de una vez por todas podré decirle a Adrián lo que tanto tiempo llevo deseando: -Ahora es cuando vais a conocer al otro Real Zaragoza. Preparaos para disfrutar-.

miércoles, 28 de febrero de 2018

HASTA SIEMPRE QUINI

Enrique Castro "Quini"
Ayer muchos sentimos cómo nos arrancaban parte de la niñez que celosos todavía guardábamos como un tesoro en nuestro poder. Eso si es que todavía algo quedaba de esa niñez aferrada a nuestro lado apartando la mirada de eso llamado tiempo. Ayer Quini se fue para siempre. Se marchó Quini y se me apagó para siempre aquella tele minúscula en blanco y negro que tenía en mi habitación. Aquél aparato que debía sintonizar ruleta en mano si quería dejar sólo en decenas los cientos de moscas que interferían en la imagen que de allí salía y me impedían ver con cierta nitidez los goles de la jornada en Estudio Estadio la noche de los domingos. Lo hacía de manera clandestina. Sí, al día siguiente había cole. Y yo no entendía como rayos de aquél aparato tan pequeño podía salir semejante chorro de luz ni qué demonios debía hacer para que no me delatara a aquellas horas de la noche. Sólo quería ver un salto de Santillana, un vuelo de Arconada. Me bastaba una volea de Quini para poder apagar aquella tele y marchar a dormir con una sonrisa antes de que mis padres me pillaran. Sin duda aquellos tipos eran mis héroes. Capaces de hacer cada domingo lo que muchos soñábamos con hacer toda la vida.

Ayer marchó Quini y se llevó el campo embarrado, el pantalón ceñido y el puño en alto en la celebración. Nos aleja para siempre de Cundi, Joaquín, Mesa y su Sporting de Gijón, del delantero rudo, de raza, de las botas negras, del primer esbozo de aquello de lo que nos enamoramos y que ahora en ocasiones cuesta llamar deporte. Se ha ido y con él el partido del sábado por la noche en la 2, los domingos a las cinco y una radio, nueve nacionales y dos formidables extranjeros por escuadra. Fútbol de un tiempo cada vez más lejano gobernado por hombres de la estirpe de las buenas personas. Del esfuerzo, la brega y la constancia. De la buena cara y la sonrisa cuando vienen mal dadas. Y allí encontramos a Quini. Sentado sobre una montaña de goles repartiendo pines de su Sporting, sin parecer ser consciente quizá de la historia escrita tiempo atrás y de lo que supone para mucha gente.

Ayer se nos llevaron a Quini y algunos nos hicimos un poco más adultos. Enterramos para siempre aquella sensación de escuchar su nombre y estremecer pensando inequívocamente en la épica de un cabezazo en plancha, de un potente derechazo, de un nuevo gol. De saber que Enrique Castro vendría a tu casa y haría todo por derribar el muro de hormigón que habías levantado frente a tu portería hasta acabar metiéndola dentro. Como le dije a un amigo dibujante, ayer se fue el Ibañez de sus cómics. Una de esas personas que con su buen hacer fue capaz de echar a volar mi imaginación y hacerme disfrutar en esa época de la vida en la que cualquier cosa se exprime y todo te parece alucinante. Ayer murió Quini y se llevó lo poco que va quedando del recuerdo de la infancia y una forma genuina de aprender a querer al fútbol. De entre decenas de periódicos y revistas deportivas todavía conservo una antigua baraja de la Selección Española de 1982 que aún guardo con cariño y pone una sonrisa a este adiós. Aún recuerdo la mejor de todas las cartas, la que destrozaba a todas y era una suerte tenerla. La de Enrique Castro “Quini”. Hasta siempre Brujo

miércoles, 26 de julio de 2017

ALAN SHEARER, CIENTOS DE GOLES Y UN BRAZO EN ALTO

Publicado en la web de www.espaciopremier.com

Alan Shearer, leyenda del fútbol inglés

No saludaba a ningún amigo escondido entre la grada. Ni levantaba diligente su brazo derecho como en la antigua escuela a sabiendas de conocer la respuesta a una difícil pregunta. Ni siquiera pedía un taxi. No, aquello no era un centro de enseñanza, aunque siempre algo se aprendía. Tampoco era un espacio para taxis, pero sí un lugar en el mundo para tener muchos amigos al abrigo de las eternas viseras de chapa de aquellos estadios ingleses que entremezclaban tradición y modernidad. El veterano Alan Shearer lo había vuelto a conseguir. El portero desparramado, el balón en la red, una exultante sonrisa y su brazo derecho levantado viajando hacia una nueva celebración. Una inconfundible estampa que se repetía una y otra vez cada fin de semana por los campos del fútbol inglés. Donde ahora se escenifican irritantes coreografías, un sencillo gesto como ese le bastaba al nueve inglés para acompañar a su nueva captura camino de la inmortalidad. Pero el de aquella tarde del 7 de Enero de 2006 en St.James´Park tenía un significado especial. Shearer recogía el taconazo de Albert Luque para batir a Pressman, guardameta del modesto Mainsfield. Con ese tanto igualaba los doscientos que desde hacía casi cinco décadas mantenía a Jackie Milburn en lo más alto como máximo goleador histórico del Newcastle United. Y lo hizo en la FA Cup, en su casa y frente a la grada de Gallowgate End, el fondo que el pequeño Alan ocupó cuando era niño para ver a los ídolos del equipo de su ciudad. Allí donde la leyenda de Milburn corría como la pólvora de padres a hijos y se engrandecía al paso de los años. Shearer llevará la marca hasta los 206 goles y con 36 años lo dejará. No habrá más celebraciones. Se sacará el brazalete de capitán, aparcará su fusil y bajará su brazo derecho para siempre.

Alan Shearer cambió los goles por los micros. Ahora comenta partidos de la Premier para el espacio de la BBC “Match of the day”. Se siente cómodo, aunque siempre con la incógnita de qué será de él tras una mala tarde en un hábitat que no es el suyo. Allí abajo, de corto y sobre el verde, sabía que tras un mal día siempre le esperaba otra oportunidad. Mira hacia atrás, satisfecho de su carrera y la forma de conseguirlo. El esfuerzo, la ilusión, la perseverancia. Siempre imaginando el próximo gol. Inventando remates imposibles. Haciendo de su eficacia un arma y de su oportunismo una virtud. Convirtiéndose en un santo en The Dell. Debutando en el fútbol de verdad haciéndole tres al Arsenal cuando todavía guardaba repetido el cromo de alguno de sus rivales. Dejará Southampton para que el Dios Le Tissier gobierne solo y para siempre a los Saints. Rechazará al todopoderoso Manchester United y se unirá a Kenny Dalglish para liderar una de las historias más maravillosas jamás contadas. El sueño hecho realidad de la pequeña Blackburn y su Rovers tocando el cielo en Anfield en aquella mágica tarde de Mayo del 94. Título de la Premier y la confirmación de una máquina casi perfecta de hacer goles. Más de treinta en cada una de las tres últimas que Ewood Park disfrutó del portentoso goleador de Newcastle. Shearer mira hacia atrás y se siente un afortunado. Ha hecho lo que siempre más le ha gustado y mejor sabía hacer. Y acertadas o no tomó las decisiones que en cada momento creía correctas. Escuchando atento, en algunas de ellas, lo que dictaba su corazón. Goleando, aunque sin premio final, en la Eurocopa de su propio país en 1996, Shearer era ya objeto de deseo de los grandes del fútbol europeo. Sir Alex Ferguson volvió a llamar a su puerta. Allí los títulos estaban prácticamente garantizados. Un transatlántico europeo que ya cogía velocidad para un día atracar en Europa y dominarlos a todos. Pero Kevin Keegan, un mito entre los Magpies, llegó para cambiar la historia. Ofreciendo a Shearer lo que siempre había soñado. La posibilidad de ganar esos títulos en el equipo de su vida, el Newcastle United. Convirtiéndolo en ídolo y auténtico líder de un equipo armado al nivel de los mejores. Ginola, Asprilla, Les Ferdinan, Robert Lee…A lo largo de estos diez años tocarán varias veces el cielo pero aunque el club hizo todo lo que estuvo en su mano, siempre habrá alguien mejor que ellos.


Alan Shearer mira para atrás y sonríe. Nadie ha hecho más goles en Premier League. Nunca se arrepentirá de haber cambiado el éxito asegurado de Manchester por la sensación de un gol vestido de blanco y negro en St. James´ Park. Y eso el aficionado es algo que nunca olvida. -"El mejor día de mi carrera fue el día que superé el récord de Jackie Milburn en St.James'Park. La atmósfera de ese día fue increíble. Si pudiera haber embotellado ese sentimiento, lo habría hecho”. Y de haber sido así, seguro que junto aquella mágica Premier con el Blackburn, como un trofeo más, descansaría ahora en la vitrina de su casa. Seguramente no habrá mejor título que ese para Alan Shearer. El fantástico artillero de Newcastle cuya silueta ganadora con el brazo en alto y su exultante sonrisa no dejaba lugar a la duda. Lo había vuelto a conseguir.